De esta manera titula el Economist (revista a la que estoy suscrito en el mismo ejercicio que hacía Nacho con El País) de la semana pasada un estudio en profundidad de la influencia de la religión en la vida pública actual, o más en concreto del uso que hacen los dirigentes de los distintos países de ella. Nada nuevo bajo el sol, si alguien se ocupase de estudiar mínimamente la historia. El único problema es que hoy las guerras son más sanguinarias, y los métodos de represión, incluido el terrorismo, son mucho más eficaces que antaño. Los distintos artículos del infome parecen abogar por el laicismo.
En el caso del Cristianismo, Jesús dejó claro aquello de "darle al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". Sin embargo, una de nuestras misiones como cristianos es la de propagar la buena nueva.
Para gobernar en asuntos terrenales sería recomendable poner en común, al estilo del mínimo común múltiplo que estudiamos en su día en matemáticas, las enseñanzas morales que incluyen las grandes religiones, y dejar a la esfera personal la decisión de creer en la trascendencia o no del individuo. Pero nunca utilizar el nombre de Dios -y mucho menos el Dios que nos enseño Jesús- para imponer, legislar, juzgar, e incluso matar.
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